Desde Gerión para acá, la historia de España es un continuo taurobolio, ceremonia de iniciación practicada en el culto a Cibeles y que consiste, a grandes rasgos, en degollar un toro sobre una persona que sale del trance chorreando sangre.
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ESCRIBÍA Camba, hace una friolera de años, que los ingleses creen que su vida es una cosa muy seria. Debe ser por eso por lo que reverencian a sus instituciones, sienten que el punto del roast beef es un asunto de Estado y se visten de negro para cenar un pastel lúgubre de riñones con puré de zanahorias. La vida social inglesa estuvo siempre salpicada de bajas temperaturas —las familias antiguas medraban entre el calvinismo y los castillos sin calefacción— y de fracs y vestidos negros, que es un color que antaño daba la temperatura del alma. Por supuesto esto acabó en la rubia Albión con la irrupción violenta de la minifalda y en el globo terráqueo con la aparición de Maduro en chándal.
La actualidad, como un cirujano, suele extraer de la memoria evocaciones a veces dolorosas y a veces divertidas. Es cierto que todo lo pasado es mejor en el recuerdo y esto, que dicho así parece banal, no es más que una certeza sin discusión. El dolor se borra, hay algo fieramente humano en nosotros –como el ángel de Blas de Otero– que nos protege de lo insoportable. Seguramente se tratará de una sustancia química pues hasta las penas y las alegrías están mediadas por fórmulas magistrales que te dispensan en las farmacias. En definitiva: que ha muerto Hermida, el presentador de TV más carismático de la historia de la televisión española, el más convincente y el que mejor ha sacudido el flequillo, y he recordado aquellos días ocupados por su presencia, con auténtica emoción.
Me he aficionado recientemente al fútbol, pero, con la suerte que acompaña al novato en el juego, suelo ser clarividente para esto del deporte. Con una mirada de segundos me hago cargo de la situación. Así que, el sábado, al pasar por delante del televisor donde se acumulaban los vasos de whisky y los exaltados parientes, emití un comentario por el que fui inmediatamente insultada y creo recordar que hasta se me arrojaron algunos objetos. Vi una «mélée» de balones y piernas atascada ante la portería del Español (ahora Espanyol) y dije: ¿cómo es que hay más jugadores vestidos de rayas?
La infancia para el adulto es lo "déjá vu", lo olvidado y lo mitificado. No soy capaz de volver sobre mi corazón de niña, y sólo recuerdo que era una pieza deleznable a la que, de haberle llegado la muerte, hubiera sido la muerte "entre fuentes y jardines"; fui de niña carne y mármol y supongo que nadie hubiera osado condenarme porque a los inocentes, como dijo el poeta, "la gran luna de su soledad les perdona".
Vengo de dar una vuelta por la semana santa y he comprobado que, entre el fervor religioso y la juerga que acompaña de ordinario a tal fervor, los españoles han formado, de norte a sur del país, una alegre banda de Borrachos Reunidos, S. A. especialmente, como he leído por la red, en la famosa "madrugá" de Sevilla, que algunos fieles del alcochol han convertido en la "Madrugá Mundial del Botellón".
HAY cosas que fueron místicas y ahora sólo son aburridas, como la senectud. Nuestros antiguos ancianos, profundamente sabios, son ahora maltrechos cuerpos enfermos, cosidos a analgésicos, que dormitan en las esperas de los grandes hospitales acompañados de una hija impaciente que se ha quedado sin ver "Sálvame" y está de un genio que no se aguanta. Una hija que le reprocha a su padre que no sabe envejecer, como si en esta cultura y con estos políticos que nos roban hasta la respiración, se pudiera adquirir semejante ciencia.
El mundo está lleno de madres y padres y, eventualmente, hijos, esos seres tan queridos aunque a veces enojosos, indispensables para el trío. Personajes tan persistentes pueden ser tratados con la letra gorda de la generalización, aunque avisando a los suspicaces que tenemos en catálogo todas las excepciones posibles (monoparentales, adoptados, vientres de alquiler, inseminados y etc).
Por la mañana hay en todas las casas quien se tira de la cama y pone a todo correr la cafetera antes de que los durmientes rebullan. El resto de su jornada es siempre un anticiparse a las iniciativas de los durmientes antedichos para allanarles el camino de espinas; un corretear aprisa entre esas magníficas estatuas. La mujer, que cada año celebra su «día» con muy buenas palabras, tiene sobre sí la idea maestra de que ha de cumplir en el silencio y supone con toda razón que el techo del mundo se caería sobre las cabezas de todas las estatuas que esperan desayunar, si ella decidiera no poner la cafetera con la que inaugura la jornada: podría no ponerla, desde luego, pero eso es tan improbable como que no saliera el sol
Hay en las postales del norte una belleza espectral, la suntuosidad de la nieve, un brillo fútil que a menudo oculta un paisaje de deterioro y carroña. Cuando se deshace la nieve vemos la basura. Algunos hombres sin embargo han resultado ser todo nieve hasta los huesos del corazón: debajo no había desconchones ni se ocultaba la miseria y solo dejan detrás de su muerte la imagen de un muchacho tenaz en busca de un paraíso que es hermético y no se deja atravesar; en busca de la felicidad de los sentidos que es insostenible y evanescente; en busca del silencio, que es inmaculado y no se deja pisar; en busca de la música y la poesía, que son fugitivas.
De todas las dificultades que asedian al amor, la principal a mi entender, no es amar a los otros (lo que ya es meritorio) sino saber si nos amamos lo suficiente para vivir con nosotros mismos hasta el final sin ignorarnos, ofendernos, despreciarnos o traicionarnos. Al menos tratar de herirnos las menos veces posibles.
Veo con horror a ese hombre enjaulado y cada vez estoy más de acuerdo con quien afirma que la crueldad no pertenece al mundo divino y tiene que ver poco con la personalidad psicótica, pues la crueldad es un sentimiento pujante, lleno de vida, porque en realidad la crueldad supone un gozo por la desdicha ajena, nunca una indiferencia.
Supongo que la mayoría de sus amigos recordarían que ayer se cumplía un año de la muerte de Manu Leguineche. Estaba yo por la noche pensando en mis cosas y en medio de mi silencio oí a mi marido preguntarme ¿recuerdas que hoy es el aniversario de Manu? He de decir que sufrí un sobresalto y una punzada interior: tan nueva como si hubiera sucedido tal cosa veinticuatro horas antes.
La vida y la civilización humanas se abren paso gracias a una herramienta que se llama libertad. La libertad te empuja a actuar, a descubrir, a inventar, a ir hacia adelante. Y la libertad mantiene una eterna pelea con el miedo. El miedo te paraliza y te obliga a detenerte. Siempre hay dos nociones contrapuestas en todas las contiendas. Y siempre hay vencedores y vencidos, aunque no lo queramos.
Los versos más tristes de esta noche no son, por ejemplo, que el cielo esté estrellado ni que tiriten azules los astros a lo lejos, sino que en un país civilizado —al menos nominalmente— cincuenta y una mujeres hayan muerto a manos de sus maridos o compañeros este año que acaba.
Entre las prácticas insensatas de las fiestas que vienen, está la de colgar objetos incoherentes por la pared de nuestra casa, entronizar un vegetal en el salón y colocar en lugar preferente y con estética infantil una complicada e inexacta maqueta de Belén de Judea, o sea, de un sueño.
Para la mujer existe un rompecabezas cuyas piezas, colocadas en un sentido, deberían dibujar sexo, pero que, una vez acabado, falazmente se polariza hacia amor. En ese puzle (puzle que la vida nos planteará en unas pocas ocasiones) las dos pasiones andan entreveradas, difíciles de deslindar. Pero no imposible, ya que como el filósofo dice, todo este conjunto de emociones se resuelven en una palabra: lo erótico.
Hay días raros y malos en todas las biografía y hoy les ha tocado a ustedes uno mío.
Hay días en los que el mundo y toda la morralla que lleva encima se hacen poco soportables. Cuando esto me pasa tiendo a culpar a la dieta: lo mejor es pensar que algo nos ha sentado mal y por eso no encontramos al residente habitual de nuestro cuerpo, sino a un huésped inoportuno para el que no hay "chance", o como lo queramos llamar. Entonces sí se piensa en la muerte como en un descanso, ya que si abundamos en los malos pensamientos de vigilia, el descanso eterno nos empieza a parecer no tan indeseable.
Dentro de cada gordo hay un delgado, dentro de ese delgado un anoréxico, más dentro aún vive un caquéctico y aún más dentro hay un cadáver. Esta falsa concepción de un cuerpo-cebolla que se desvanece al irse desprendiendo de capas de tejido adiposo no es más que una concepción histérica del cuerpo. No es nueva la identificación que el hombre hace entre gula y pecado y dieta y virtud, hasta tal punto que la belleza, ese bien supremo que los humanos deseamos degustar, coincide en mil ocasiones con la esbeltez y no con la obesidad y —excluyendo a Rubens y a esas princesas africanas cuyo encanto consiste en pesar más de ciento cincuenta kilos con los que atraen a sus amantes cuando en la espesura de la selva escuchan su respiración jadeante– tuvo que llegar Botero para realizar el milagro de vender gordas a trescientos mil dólares por arroba.
En su paseo por el infierno, al llegar al Octavo Círculo, Dante nos alegra la vida con los variados suplicios que sufren los ladrones. Por ejemplo, Caco, ingeniosísimo chorizo antiguo que robaba las vacas de Hércules tirándolas del rabo para —llevándolas hacia atrás— dejar confusas huellas o, por ejemplo, tres importantes funcionarios gubernamentales que se enriquecieron distrayendo a su favor las rentas públicas. En compañía de los hipócritas —condenados a soportar sobre las espaldas placas de plomo exteriormente embellecidas por oro— los corruptos eran sometidos a la incómoda convivencia con serpientes fantásticas, que de continuo les arrancaban los miembros (todos) y les envenenaban, matándoles de mentirijillas para volver a empezar, sin prisa pero sin pausa. Estos tormentos nos ponen en la pista de la importancia que ya en aquella Italia dantesca - ¡qué delicia poder usar este adjetivo sin referirlo al consabido espectáculo! — se daba al dólar.
La mayoría de los maridos, igual que la mayoría de los antiguos grandes señores, guardan el mal humor para dentro de casa; la mayoría de los maridos dejan el mal humor junto a la corbata, y, ya en camiseta, o sea, en estado puro, se meten en el coche para ir a comer cordero el fin de semana. Las esposas, en el asiento de la muerte, ensoñadoramente miran el paisaje tras los cristales, porque tras los cristales del coche el otoño es siempre una bendición, ya que el naranja, el oro viejo, los beiges y los púrpuras son colores cálidos como te enseñan en los fascículos de pintura, mientras que el azul, el malva y sus respectivas gamas son colores crueles, colores de madrugada ciudadana, colores que incitan a la tiritona y al cabreo. Tras estas pequeñas excursiones matrimoniales de fin de semana hay una cucharada de medicina anabolizante y, a pesar del restaurante atestado y a pesar de que los monumentos transcurren por el rabillo del ojo, el alma atraviesa por esa ducha de luz que es un viaje otoñal.
Todo se acerca a sus postrimerías en estas profundidades del calendario; fervorosas flores se posan sobre todas las lápidas, la gran yema del sol va exangüe al exilio, y las palomas, como bolas de plomo, ruedan por los incendiados parques. Nos inunda un fulgor último, un húmedo fuego otoñal; por las cuatro esquinas arde yesca, parvas, huesos: o sea, es noviembre. Además, todas las carreteras de noviembre acaban en un cementerio. Por doquier quedan al aire rabadillas, huesos pélvicos, curvas costillas y la tibia y el peroné haciendo corbata a una calavera. Con todos estos novísimos al aire, los supervivientes iniciamos decididamente la travesía del invierno.
O sea: sin complemento directo, según reza el diccionario. Comparto este amor sin razones con grandes, como Tabucchi, pues un hombre que hace revolotear aves de patas delicadísimas, zancajos con alas caídas desde esferas pintadas a plumilla en un mundo antiguo, débiles gallinas arrojadas de un cosmos artesanal, necesariamente tiene que amar Portugal. Desde esa estética del malestar, desde la negra pena de exiliados de algún lugar dorado, como personajes que somos de un tapiz gobelino, Portugal viejo y policromado nos promete cierta calma; sugiere mundos mal iluminados, estampas de cuentos que leerían en infancias pretéritas nuestras bisabuelas, esas niñas viejísimas bien retrepadas en altas camas de colchón de lana, esos pequeños rostros muertos sobre embozos bordados a mano.
Esta noche he soñado con José Luis Gutiérrez. Íbamos sin rumbo, en un tandem, él detrás y sin pedalear y yo delante pedaleando. Me quejé por ello y él solo me miró con unos ojos en los que no había nada, solo la vaciedad de lo eterno. Entonces me desperté súbitamente y recordé que había muerto.
Deslizándose por la cuerda del sueño se atraviesan reinos extensos e intensos; fragmentos de todos los mundos que están en éste, escenas proyectadas en la angora oscura de la noche. En esta excursión se vislumbran imágenes indescifrables, sentimentalmente espesas, conmovedoras en su incoherencia. Si los sueños son sólo productos de deshecho (la pelusa de los canales neuronales, el polvo de las sinapsis, las mondas químicas del cerebro) es que también en la mecánica de las enzimas se oculta otro corazón nuestro, otro corazón que se estremece para un mundo de soledad, un corazón que late para lo negro, que mantiene un bay-pass entre el alma y el universo.
Hubo un tiempo lejano en que me metí entre las páginas de unos viejos libros que encontré en las estanterías de mi abuelo: allí leí el "Retrato de los Papas" (escrito por Juan Antonio Llorente, Canónigo y Dignidad de Maestre-Escuela de la Santa Iglesia Metropolitana de Toledo, Primada de las Españas, según dice la portadilla) que me dejó en shock, y la Historia de la Diócesis de Sigüenza y de sus Obispos, por Fr. Toribio Minguella, en cuatro volúmenes. Ambos trabajos son realmente fascinantes y mucho más conmovedores y entretenidos que los que leemos habitualmente.
Vaya por delante que he nacido en Sigüenza, que he pasado en ella mi infancia, que he rehabilitado varios de sus viejos y preciosos edificios y que le he escrito libros. Incluso confieso que todo lo que haya de creativo en mí se lo debo a ella, aunque no fuera más que por aquello de que la verdadera patria de los hombres es la infancia.