Historia de Guadalajara
CASCORRO, UN HÉROE DE GUADALAJARA, EN LA GUERRA DE CUBA
Seguro que aquellos lectores que tengan la costumbre de acercarse a Madrid con asiduidad conocerán la castiza plaza de Cascorro. Un lugar en el que se homenajea a uno de los héroes militares españoles de la desastrosa guerra de Cuba, en la que nuestro país, en evidente declive, acabó perdiendo a finales del siglo XIX los restos de lo que había sido un enorme territorio de ultramar. Sin embargo, posiblemente desconozcan que aquel “héroe de Cascorro”, fue un paisano de la provincia de Guadalajara, a quien la mala suerte acabó arrastrando, a miles de kilómetros de su casa, a una situación desesperada, de esas que sacan lo mejor o peor de uno mismo, y por la cual ha pasado a la historia.
La vida de nuestro guadalajareño ilustre, llamado Eloy Gonzalo, fue bastante turbulenta desde el principio, pues las cosas no empezaron bien para él. Su madre decidió abandonarle nada más nacer, el 1 de diciembre de 1868, en un convento del barrio madrileño de Lavapiés. Las monjas hallaron entre las ropas del niño una nota que decía: “Este niño nació a las seis de la mañana. Está sin bautizar y rogamos que le ponga por nombre Eloy Gonzalo García, hijo legítimo de Luisa García, soltera, natural de Peñafiel. Abuelos maternos, Santiago y Vicenta”.
El hecho de que Eloy apareciera aquel día en un convento de Madrid hizo suponer que habría nacido precisamente en la capital española. Sin embargo, el nombre de la madre y de los abuelos ha permitido a los historiadores encontrar su verdadero lugar de origen en la provincia de Guadalajara, y concretamente en Malaguilla. Sabemos que su abuelo paterno, Francisco Gonzalo, era vecino de esta localidad, y que su hijo Vicente, padre de la criatura, era un hombre sobradamente conocido allí por sus escarceos amorosos, en los que se saltaba a la torera los votos matrimoniales propios y ajenos. Uno de estos encuentros furtivos tuvo lugar con Luisa García, madre del futuro héroe, que al verse soltera y embarazada, decidió abandonar al niño con la esperanza de que las monjas se hicieran cargo de él.
Eloy pudo ser adoptado por la esposa de un guardia civil, que acababa de perder a su hijo. Parece que la adopción no se debió precisamente a la caridad de la familia, pues ésta recibía una suculenta ayuda pública a cambio de mantener al niño hasta los once años. Así, a los doce, se deshicieron del pobre muchacho, que debió desde ese momento ganarse la vida como peón de albañil, carpintero, aprendiz de barbero o jornalero en el pueblo de Chapinería (Madrid), hasta que, en 1889, se incorporó al ejército.
Allí encontró su modo de vida, y a los dos años fue ascendido a cabo, lo que auguraba una carrera exitosa. En 1892 fue trasladado a Algeciras, donde conoció a la que estaba destinada a ser el amor de su vida…o eso creía él. En plenos preparativos de boda, Eloy sorprendió a la que iba a ser su esposa en actitud poco decorosa con un teniente. Los detalles de lo que vino después son un tanto confusos, pero lo cierto es que la reacción de Eloy contra aquel oficial, que podemos suponer furibunda, acabó con el futuro héroe en un consejo de guerra, y posteriormente en la cárcel, por desacato. Así era la justicia en el ejército.
Sin embargo, en aquellos años España necesitaba soldados para la guerra de Cuba, donde los rebeldes estaban poniendo en jaque las posiciones españolas. El gobierno, casi a la desesperada, ofrecía la amnistía a aquellos presos que se alistaran voluntarios para ir a la isla a combatir, y apenas dos meses después de ingresar en prisión, Eloy conseguía salir para poner rumbo al Caribe. Nada más llegar a Cuba fue destinado a la localidad de Cascorro, donde había una guarnición de apenas 170 hombres. Un puesto relativamente tranquilo, hasta que, en septiembre de 1896, aparecieron en sus cercanías 2.000 rebeldes cubanos, que lanzaron un poderoso ataque, colocando a la pequeña guarnición española en una situación desesperada. Ante la disyuntiva de rendirse o morir con honor, los soldados españoles, con su capitán Francisco Neila al frente, eligieron lo segundo. Parecía a todas luces un suicidio hacer frente a aquellos rebeldes, sobre todo considerando que los españoles tenían ya varias bajas y muchos enfermos.
Las tropas de Neila, entre las que estaba nuestro Eloy, resistieron una semana en tres pequeños fortines, rodeados de enemigos. La situación pudo ser controlada a duras penas, hasta que los rebeldes consiguieron hacerse con el control de una casa cercana a las posiciones españolas, desde la que podían lanzar el inminente asalto final. Si no hacían nada, los defensores estarían muertos en unas horas. Consciente de la importancia de recuperar o destruir esa casa, el capitán Neila pidió un voluntaria para lo que era una misión suicida: cruzar los cincuenta metros que les separaban, bajo el fuego enemigo, y prender fuego a la vivienda. De entre los desesperados soldados apareció Eloy, que se ofreció a jugarse la vida con una condición: que le ataran una cuerda para que, si el enemigo lo abatía, sus compañeros pudieran recuperar su cuerpo sin que fuera profanado.
Era una tarea suicida, pero Eloy no dudó. Atado a aquella soga, y armado con un viejo fusil, unas cerillas y una lata de gasolina, salió corriendo hacia el enemigo, consciente de estar a punto de morir. La supervivencia de toda la guarnición quedaba en manos de aquel loco, dispuesto a caer por los suyos. Fueron momentos de tensión, y casi desesperación, entre los españoles, que se tornó en euforia cuando vieron cómo la casa comenzaba a arder, mientras veían regresar a Eloy, todavía atado a la cuerda. La confusión reinó entonces en las filas enemigas, lo que permitió a la menguada infantería española lanzar un asalto para recuperar terreno. Eloy les había salvado, y solo faltaba esperar unos días frente a un enemigo desmoralizado a que llegaran los refuerzos.
La noticia de la hazaña de Eloy, el héroe de Cascorro, llegó pronto a una España que necesitaba héroes en los que reflejarse, y nuestro personaje recibió las debidas condecoraciones y consiguió una fama enorme. A pesar de ello, decidió seguir luchando en Cuba, donde los rebeldes comenzaban a perder terreno frente a las tropas españolas. La gloria, sin embargo, sucumbió ante la realidad de la miseria de la guerrra, pues Eloy, al igual que otros muchos soldados, murió en 1897 debido a una infección intestinal provocada por la mala alimentación de las tropas. En 1898, tras perder la isla a manos de los estadounidenses, su cuerpo fue repatriado, y en 1902 el rey Alfonso XIII inauguraba la estatua que le homenajea en la plaza madrileña que lleva su nombre.