Historia de Guadalajara
GUADALAJARA, UNA CIUDAD DE REINAS
Retrato de Berenguela. Francisco Prats y Velasco. Museo del Prado. Wikimedia Commons
El poder político, a lo largo de la historia, ha sido casi siempre un monopolio masculino. Tenemos algunas excepciones, realmente pocas, de mujeres que consiguieron acceder a puestos de máxima responsabilidad. Si nos centramos en los siglos medievales, la lista de mujeres gobernantes es realmente escasa: Isabel la Católica, María de Molina, alguna reina madre temporalmente regente, y poco más. Por eso, lo que vamos a contar sobre Guadalajara hay que verlo como una excepción. Algo que hace que la historia de la ciudad se diferencie de muchas otras. Y es que, Guadalajara, en los siglos XIII y XIV, fue una ciudad gobernada por mujeres.
¿A qué se debe esto? En teoría la ciudad fue siempre propiedad de la Corona. Los arriacenses obedecían al monarca, y a nadie más. Sin embargo, esta condición no impidió que los reyes tomaran la costumbre de ceder su señorío a miembros de la familia real de manera vitalicia. Una especie de sueldo de por vida, pues controlar el municipio suponía embolsarse gran parte de lo que sus vecinos pagaban en impuestos. En el caso alcarreño las agraciadas fueron reinas y princesas, que podían así mantener un nivel de vida acorde a su rango, con el compromiso de que, si se casaban, la ciudad volvía a su legítimo dueño, el rey. A cambio, estas mujeres debían gobernar a los arriacenses de la manera más honrada posible.
Para conocer a estas dueñas de Guadalajara es preciso viajar al siglo XIII. La primera persona de la que podemos asegurar sin género de dudas que habría recibido el señorío de Guadalajara habría sido la hermana de Enrique I, e hija de Alfonso VIII, la reina Berenguela de Castilla, quien tras separarse de Alfonso IX de León se retiró a la ciudad de Guadalajara, cuyo señorío dicen los cronistas que ostentaba, y donde se cree que tenía unas casas en el lugar en el que se ubica ahora el convento de las Clarisas.
La siguiente de la lista es otra Berenguela. En este caso hablamos de la hija de Alfonso X, un monarca importante para la ciudad. El nombramiento de la princesa no gustó mucho a los vecinos, quienes se quejaron al rey, que se comprometió a que en un futuro la ciudad seguiría en el realengo y nunca entregada a un particular. Como veremos, una promesa sin mucho recorrido, pues Guadalajara iba en camino de ser una ciudad de reinas. Un lugar de gobierno en femenino como pocos en Castilla.
Al morir Alfonso X, la Corona recayó sobre su hijo Sancho IV, quien mantuvo a su hermana Berenguela en el señorío de la ciudad. La implicación de esta señora con Guadalajara debió ser grande, pues en 1285 insistió, y consiguió, que su hermano el rey confirmara los privilegios de la ciudad a instancia suya. Al morir Berenguela, parece que la capital arriacense regresó a la obediencia real directa, aunque posiblemente no por mucho tiempo, porque hay indicios de que María de Molina, la gran reina, consorte de Sancho IV, obtuvo su señorío. Los cronistas antiguos aseguran, además, que María de Molina no solo había sido dueña de Guadalajara, sino que también, cuando la situación política del reino comenzó a desestabilizarse a la muerte de su esposo, entregó la capital alcarreña a su hija Isabel. La infanta recibió instrucciones de su madre para que se mantuviera firme en Guadalajara frente a cualquier pretensión de una nobleza que se confabulaba aprovechando el vacío de poder durante la minoría de edad del hijo de María, el futuro Fernando IV.
Parece que madre e hija gobernaron juntas la ciudad, hasta que María de Molina falleció, dejando a Isabel como dueña del municipio. Isabel residió en Guadalajara junto a su hermana Beatriz, y de aquellos años se conserva el llamado puente de las infantas, que cruza el barranco del Alamín bajo el torreón del mismo nombre. Dice la tradición que fue mandado construir por ellas para facilitar la salida de la ciudad hacia este barrio, pues ambas mujeres gustaban de ir diariamente a rezar al convento de San Bernardo, al otro lado del barranco.
Tras la muerte de la infanta Isabel Fernando IV volvió a comprometerse, igual que sus antecesores, a no quitar a Guadalajara la condición de realengo. Su sucesor, Alfonso XI, decidió reservarse el señorío de la ciudad, y no entregarla a nadie de su familia, pero finalmente, siguiendo la tradición de los monarcas anteriores, decidió entregar el señorío vitalicio de Guadalajara a su esposa, María de Portugal, que sería señora de la ciudad desde 1328 hasta 1356, momento en el que el municipio revirtió de nuevo a la Corona castellana. Fue en estos años, en 1341 y en 1346, bajo el gobierno de esta señora, cuando Guadalajara fue dotada de ordenanzas locales de gran importancia.
La siguiente señora de Guadalajara fue la reina Juana Manuel (1339-1381). El papel jugado por esta mujer en la política del reino fue muy importante. Su marido fue Enrique II, que le había arrebatado el trono a su medio hermano Pedro I el Cruel. Enrique, en el fondo, no pasaba de ser un bastardo, por lo que su legitimidad nunca dejó de estar en entredicho, y por ello el papel de su esposa Juana Manuel era fundamental. Ella descendía del infante Juan Manuel, que entroncaba con la familia real, y por ello daba al matrimonio el linaje necesario para mantenerse en el poder. Enrique II era consciente de la importancia de su mujer en se sentido, y le concedió, de acuerdo a su rango, importantes rentas y señoríos, incluida la ciudad de Guadalajara, para que la gobernara.
Guadalajara era por aquel entonces una ciudad de reinas, y ya nadie se sorprendía por que el señorío de la capital alcarreña fuera pasando de una a otra de manera vitalicia. Lo cierto es que el gobierno de estas mujeres solía contar con amplia aceptación de los vecinos, y no se conoce malestar alguno de la población contra ninguna de ellas, como sí sucedió en otras villas dominadas por grandes señores. Así, siguiendo la tradición, el hijo de Enrique II, Juan I, concedió el señorío de la ciudad a su esposa Leonor de Aragón, y posteriormente, al contraer segundas nupcias, a su nueva cónyuge, Beatriz de Portugal.
El matrimonio de Juan I con Beatriz de Portugal, señora de Guadalajara, tuvo implicaciones importantes para la capital alcarreña. El enlace del rey castellano con la dama portuguesa le dio a éste derechos dinásticos sobre el reino vecino, que no dudó en intentar hacer firmes ante la debilidad política de los portugueses en aquel momento. Animado por la supuesta superioridad militar de Castilla sobre Portugal, Juan I lanzó una campaña de invasión para hacer valer sus derechos, que acabó en el desastre de Aljubarrota de 1385, en el que las tropas castellanas fueron derrotadas y Portugal mantuvo su independencia. Tras la debacle militar, Castilla entró en una situación de inestabilidad agravada por el desembarco en Galicia del duque de Lancaster, casado con Constanza, hija y legítima heredera del asesinado Pedro I. El duque y su esposa, haciéndose llamar reyes de Castilla, intentaron comenzar un nuevo conflicto civil contra los Trastámara, a los que consideraban ilegítimos. Al final las partes llegaron a un acuerdo, y se pactó el matrimonio del futuro Enrique III con la hija de Constanza, de manera que ambas casas quedaban unidas, y con una legitimidad fuera de toda duda. En el acuerdo de 1388, se concedía a Constanza el señorío sobre varios lugares, entre los que estaba Guadalajara, que recordemos era propiedad en aquel momento de Beatriz de Portugal, esposa de Juan I, quien tuvo que ceder el dominio de la ciudad.
Tras el reinado de Juan I Guadalajara se consideraba ya como una ciudad reservada para formar parte del patrimonio temporal de la reina de turno. Sin embargo, esta tendencia se rompió desde finales del siglo XIV por la aparición de un poder local de primer orden: la familia Mendoza, que poco a poco irían consiguiendo el dominio efectivo (si bien nunca formal) de Guadalajara, alejándola del control de los monarcas. A partir de este momento, Guadalajara pasó de ser una ciudad de reinas para transformarse en una ciudad mendocina.