Pie a tierra
Tamerlán
Acabo de regresar de un viaje por Asia Central. La ruta de la seda la llaman. Una tierra vapuleada a lo largo de la Historia por invasiones de pueblos que viajaban de este a oeste y viceversa, casi siempre con intenciones destructoras.
He conocido jóvenes democracias que luchan por abrirse paso entre un comunismo decadente y un islamismo en alza. Gentes sencillas, trabajadoras y simpáticas que se sorprenden por la presencia de los viajeros. Paisajes espectaculares, desiertos, estepas, inmensos regadíos que agotan el agua de caudalosos ríos, profundos valles que regatean entre montañas de nieves perpetuas…
He visitado ciudades como Khiva, Bukhara o Samarcanda, que te trasladan a la Edad Media con un simple paseo por sus calles.
He visto edificios fastuosos y ruinas de imperios que desaparecieron con la misma rapidez y violencia con que fueron fundados. He descubierto personajes increíbles, como Tamerlán, un conquistador tátaro que creó en el siglo XIV un enorme imperio que abarcaba desde China hasta Europa y desde Rusia a la India.
Este sanguinario mongol se inventó un árbol genealógico según el cual era descendiente de Gengis Khan y de Mahoma, aunando así en su persona las dos culturas que durante siglos habían luchado por aquellas tierras.
Con un ejército de doscientos mil jinetes arrasó de este a oeste y de norte a sur. Su estrategia siempre era la misma: durante el crudo invierno preparaba sus campañas, que ponía en marcha al llegar la primavera. Antes de atacar enviaba emisarios para pedir la rendición y el sometimiento del adversario. Aceptarlo suponía el vasallaje y el pago de impuestos para el enriquecimiento de Tamerlán. La negativa llevaba consigo la destrucción de ciudades y decenas de miles de muertos. Para estimular a sus soldados y acongojar a futuros enemigos, ordenaba saqueos salvajes, destrucción, violaciones, muertes, prisioneros, esclavitud… Tenía la costumbre de dejar tras las batallas enormes pirámides construidas con las cabezas de sus enemigos.
Jamás perdió una batalla. Una gripe lo mató cuando preparaba la invasión de China.
Hoy, en su búsqueda de identidad histórica, estos países (Uzbekistán especialmente) lo consideran héroe nacional, padre de la patria, y sus estatuas ecuestres ocupan lugares principales es sus parques y plazas, lo que provoca muchas reflexiones al viajero.
El viaje ha supuesto una desconexión de la vida habitual; quince días sin apenas noticias de España ni del mundo. De regreso a lo que solemos llamar civilización, un paseo por los periódicos y noticiarios te traslada de nuevo a la Edad Media: guerras, religiones, cabezas cortadas, ejecuciones en masa…
Seguro que Tamerlán se estará removiendo en su tumba orgulloso de sus descendientes.